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domingo, 8 de junio de 2014

Walter Benjamin y la experiencia estética



Walter Benjamin está ligado a Theodor W. Adorno y a Max Horkheimer, invitado a participar en los trabajos del Instituto de investigaciones sociales consagrados a la teoría crítica de la sociedad, no llega a integrase verdaderamente en el grupo de la futura Escuela de Frankfurt, obligada a ver en él a un fiel compañero de ruta pero preocupado por conservar su autonomía. En el cruce de las tendencias filosóficas y artísticas de su tiempo, Benjamin permanece separado de todas las corrientes. Según la expresión de Adorno, ¡ni Moscú, ni Jerusalén, ni Frankfurt!



París, la capital del siglo XIX, simboliza para él las contradicciones de la modernidad, las mismas que Baudelaire consigue expresar por medio de la creación poética, ¿cómo se puede continuar escribiendo poemas en plena revolución industrial, en el apogeo del capitalismo?
En La obra de arte en la era de la reproducción mecánica (1936), Benjamin intenta analizar la influencia de las técnicas modernas de reproducción y de difusión sobre la obra de arte. Con más precisión, se pregunta si el hecho de multiplicar una obra de arte para presentarla simultáneamente a una multitud de espectadores afecta, o no, al original. La cuestión puede parecer rara, ya que no se ve en qué medida una copia o una reproducción cambiarían cualquier cosa del modelo primero, que permanece original ocurra lo que ocurra. Pero según Benjamin, algo cambia, que, propiamente dicho, es menos el original en sí mismo que la relación entre el público y la obra original. A ese algo, él lo llama aura, especie de halo que nimba ciertos objetos con una atmósfera etérea, inmaterial, y que confiere al original un carácter de autenticidad. Una obra de arte ha sido creada en un momento y en un lugar preciso, de manera única y esta unicidad explica por qué las obras de arte antiguas, las que se encuentra en los lugares de culto, iglesias o santuarios, parecen rodeadas de misterio. ¿Conservarían secretamente el recuerdo de su esplendor pasado y del efecto que producían sobre los que las contemplaban? Benjamin nos recuerda los orígenes históricos del arte, cuando éste estaba ligado a prácticas mágicas, rituales y de culto que nuestra civilización ha olvidado. Toda tradición se constituye sobre la base del carácter transmisible de la autenticidad y del aura de una obra, y la función del rito es precisamente prestar ayuda en esta transmisión de la antigua herencia.
Pero las técnicas modernas de reproducción en masa no tienen necesidad de esa mediación tradicional: actúan con rapidez y con simultaneidad. ¡Qué les importa un aura que, por lo demás, no pueden conservar ni comunicar! Lo que interesa en la época moderna, pragmática, materialista, instalada bajo el signo del dinero, es reproducir, cambiar, exponer, vender. La progresiva decadencia del aura significa que las obras pierden su valor de culto y ven cómo se les atribuye un valor de cambio que las convierte en negociables como cualquier otro bien de consumo.

Así, Benjamin interpreta ese fenómeno como una derrota del arte: la ineluctable desaparición del aura acarrea un empobrecimiento de las experiencias estéticas fundadas en la tradición y corresponde a un trastorno cultural sin precedente. Sin embargo, no se mantiene firme en ese aspecto pesimista. ¿No habría de tener la pérdida del aura su aspecto positivo? Las técnicas de reproducción, como la fotografía y el cine, que tienen tendencia a llegar a ser artes completas, y atraen un público cada vez más vasto, ¿no podrían servir para fines culturales y políticos: distraer a las masas y, al mismo tiempo, ponerlas en guardia contra la ascensión de los poderes infernales?




Numerosos artistas marxistas o cercanos al comunismo se plantean, sobre todo a partir de 1936, la cuestión urgente de su compromiso en la lucha contra Hitler. Muchos hacen caso omiso de las recomendaciones de André Breton, rechazando, en 1935, poner el arte y la poesía al servicio de una causa por justa que sea. Picasso pinta Guernica al día siguiente del bombardeo de la ciudad por la aviación nazi (1937); Charlie Chaplin prepara el escenario del Dictador. El texto de Benjamin es anterior a esas dos obras, pero conoce a los artistas y se permite una comparación:  La posibilidad técnica de reproducir la obra de arte modifica la actitud de las masas respecto del arte. Muy retrógrada frente, por ejemplo, a un Picasso, se convierte en sumamente progresista respecto de, por ejemplo, un Chaplin.
Dicho de otra manera, el cine, técnica de reproducción y de difusión masiva, arte desprovisto de aura ¿no tendría la ventaja de ser más eficaz que la pintura, incluso de vanguardia? ¿No se halla más próximo de la gente, no es más democrático, más apto a volverla progresista?
La pérdida del aura tendría, así, dos consecuencias, aparentemente contradictorias: una negativa, porque provocaría un empobrecimiento de la experiencia fundada sobra la tradición; la otra, positiva, pues favorecería la democratización y la politización de la cultura. Pero la época, gran devoradora de esperanzas, no invita demasiado al entusiasmo. El optimismo de Benjamin cede rápidamente, a partir del año siguiente. Sólo subsiste la inquietud de cara al destino del arte y a la suerte reservada a la cultura.
Las reflexiones de Benjamin sobre la pérdida del aura aún nos interesan hoy porque van más allá del momento histórico en que nacieron. En efecto, se unen a las preocupaciones contemporáneas sobre el ambiguo papel de los medios de comunicación frente al arte y a la cultura. Volvamos a la única definición, un poco enigmática, que da del aura. ¿Qué es, propiamente hablando, el aura? Una trama singular de espacio y de tiempo: única aparición de una lejanía, por cerca que esté.




Todos hemos experimentado la extraña experiencia de tener repentinamente bajo nuestros ojos una obra de arte original. Durante mucho tiempo, a veces durante meses o años, nos habían llegado a ser familiar a fuerza de contemplarla en efigie, por ejemplo en los catálogos de exposición. Lejos de nosotros, se había convertido, gracias a las técnicas de reproducción era incapaz de transmitir: el carácter único y auténtico de una obra de la que sabemos que ha sido hecha en un tiempo y un espacio determinados. Decepcionados, hemos de confesar que la contemplación repetida de su reproducción, de alguna manera, ha embotado nuestra sensibilidad: aburridos, permanecemos casi indiferentes a la novedad de la experiencia.
En su ensayo, Benjamin anota la necesidad creciente del público de apropiarse del objeto en la imagen y en su reproducción. Se puede decir que, después, la televisión y las nuevas tecnologías satisfacen ampliamente esa necesidad. Pero no se puede destacar la ambigüedad de la proximidad mediática: a menudo nos brinda la ilusión de vivir los acontecimientos en directo, sobre el mismo lugar. Ahí hay un fenómeno positivo, ya que acrecienta nuestro conocimiento. En cambio, esta misma proximidad es engañosa: nos incita a contentarnos con esa experiencia mediática en detrimento de la experiencia vivida.
Benjamin pone el dedo sobre un punto sensible de la modernidad cultural: a despecho de las múltiples posibilidades de reproducción, de memorización, de acumulación de imágenes y de sonidos, que, a veces, nos privan del tiempo necesario para volver a ver o escuchar las reproducciones, nuestra experiencia vivida, sensible, concreta, tiende a empobrecerse. A eso lo llama atrofia de la experiencia.
Pero aún hay una cosa más preocupante: se podría pensar que las técnicas de reproducción aumentan nuestra capacidad de criticar el arte, la cultura, el mundo tal como funciona (o no funciona), especialmente porque extienden la información a un vasto público y no solamente a un círculo de iniciados o de privilegiados. Criticar una obra de arte consiste en proceder a su acabado, con todo lo equívoco que encierra el término: desprender el sentido de una obra, interpretarla, es terminarla. Una obra no criticada está condenada a la indiferencia y al olvido.  

Marc Jimenez



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