Walter Benjamin está ligado a Theodor W. Adorno
y a Max Horkheimer, invitado a participar en los trabajos del Instituto de investigaciones
sociales consagrados a la
teoría crítica de la sociedad, no llega a integrase verdaderamente en el grupo
de la futura Escuela de Frankfurt, obligada a ver en él a un fiel compañero de
ruta pero preocupado por conservar su autonomía. En el cruce de las tendencias filosóficas
y artísticas de su tiempo, Benjamin permanece separado de todas las corrientes.
Según la expresión de Adorno, ¡ni Moscú, ni Jerusalén, ni Frankfurt!
París, la capital del siglo XIX, simboliza para
él las contradicciones de la modernidad, las mismas que Baudelaire consigue
expresar por medio de la creación poética, ¿cómo se puede continuar escribiendo
poemas en plena revolución industrial, en el apogeo del
capitalismo?
En La
obra de arte en la era de la reproducción mecánica (1936), Benjamin intenta analizar
la influencia de las técnicas modernas de reproducción y de difusión sobre la
obra de arte. Con más precisión, se pregunta si el hecho de multiplicar una
obra de arte para presentarla simultáneamente a una multitud de espectadores
afecta, o no, al original. La cuestión puede parecer rara, ya que no se ve en
qué medida una copia o una reproducción cambiarían cualquier cosa del modelo
primero, que permanece original ocurra lo que ocurra. Pero según Benjamin, algo
cambia, que, propiamente dicho, es menos el original en sí mismo que la
relación entre el público y la obra original. A ese algo, él lo llama aura, especie de halo que nimba
ciertos objetos con una atmósfera etérea, inmaterial, y que confiere al
original un carácter de autenticidad. Una obra de arte ha sido creada en un
momento y en un lugar preciso, de manera única y esta unicidad explica por qué
las obras de arte antiguas, las que se encuentra en los lugares de culto,
iglesias o santuarios, parecen rodeadas de misterio. ¿Conservarían secretamente
el recuerdo de su esplendor pasado y del efecto que producían sobre los que las
contemplaban? Benjamin nos recuerda los orígenes históricos del arte, cuando
éste estaba ligado a prácticas mágicas, rituales y de culto que nuestra
civilización ha olvidado. Toda tradición se constituye sobre la base del
carácter transmisible de la autenticidad y del aura de una obra, y la función
del rito es precisamente prestar ayuda en esta transmisión de la antigua
herencia.
Pero las técnicas modernas de reproducción en
masa no tienen necesidad de esa mediación tradicional: actúan con rapidez y con
simultaneidad. ¡Qué les importa un aura que, por lo demás, no pueden conservar
ni comunicar! Lo que interesa en la época moderna, pragmática, materialista,
instalada bajo el signo del dinero, es reproducir, cambiar, exponer, vender. La
progresiva decadencia del aura significa que las obras pierden su valor de
culto y ven cómo se les atribuye un valor de cambio que las convierte en
negociables como cualquier otro bien de consumo.
Así, Benjamin interpreta ese fenómeno como una
derrota del arte: la ineluctable desaparición del aura acarrea un empobrecimiento de las
experiencias estéticas fundadas en la tradición y corresponde a un trastorno
cultural sin precedente. Sin embargo, no se mantiene firme en ese aspecto
pesimista. ¿No habría de tener la pérdida del aura su aspecto positivo? Las
técnicas de reproducción, como la fotografía y el cine, que tienen tendencia a
llegar a ser artes completas, y atraen un público cada vez más vasto, ¿no
podrían servir para fines culturales y políticos: distraer a las masas y, al
mismo tiempo, ponerlas en guardia contra la ascensión de los poderes infernales?
Numerosos artistas marxistas o cercanos al
comunismo se plantean, sobre todo a partir de 1936, la cuestión urgente de su
compromiso en la lucha contra Hitler. Muchos hacen caso omiso de las
recomendaciones de André Breton, rechazando, en 1935, poner el arte y la poesía
al servicio de una causa por justa que sea. Picasso pinta Guernica al día siguiente del bombardeo de la
ciudad por la aviación nazi (1937); Charlie Chaplin prepara el escenario del Dictador. El texto de Benjamin
es anterior a esas dos obras, pero conoce a los artistas y se permite una
comparación: La posibilidad técnica de reproducir la obra de arte
modifica la actitud de las masas respecto del arte. Muy retrógrada frente, por
ejemplo, a un Picasso, se convierte en sumamente progresista respecto de, por
ejemplo, un Chaplin.
Dicho de otra manera, el cine, técnica de
reproducción y de difusión masiva, arte desprovisto de aura ¿no tendría la ventaja de ser más
eficaz que la pintura, incluso de vanguardia? ¿No se halla más próximo de la
gente, no es más democrático, más apto a volverla progresista?
La pérdida del aura tendría, así, dos consecuencias,
aparentemente contradictorias: una negativa, porque provocaría un
empobrecimiento de la experiencia fundada sobra la tradición; la otra,
positiva, pues favorecería la democratización y la politización de la cultura.
Pero la época, gran devoradora de esperanzas, no invita demasiado al
entusiasmo. El optimismo de Benjamin cede rápidamente, a partir del año
siguiente. Sólo subsiste la inquietud de cara al destino del arte y a la suerte
reservada a la cultura.
Las reflexiones de Benjamin sobre la pérdida
del aura aún nos interesan hoy porque van más allá del momento histórico en que
nacieron. En efecto, se unen a las preocupaciones contemporáneas sobre el
ambiguo papel de los medios de comunicación frente al arte y a la cultura.
Volvamos a la única definición, un poco enigmática, que da del aura. ¿Qué es, propiamente hablando, el
aura? Una trama singular de espacio y de tiempo: única aparición de una
lejanía, por cerca que esté.
Todos hemos experimentado la extraña
experiencia de tener repentinamente bajo nuestros ojos una obra de arte
original. Durante mucho tiempo, a veces durante meses o años, nos habían
llegado a ser familiar a fuerza de contemplarla en efigie, por ejemplo en los
catálogos de exposición. Lejos de nosotros, se había convertido, gracias a las
técnicas de reproducción era incapaz de transmitir: el carácter único y
auténtico de una obra de la que sabemos que ha sido hecha en un tiempo y un
espacio determinados. Decepcionados, hemos de confesar que la contemplación
repetida de su reproducción, de alguna manera, ha embotado nuestra
sensibilidad: aburridos, permanecemos casi indiferentes a la novedad de la
experiencia.
En su ensayo, Benjamin anota la necesidad
creciente del público de apropiarse
del objeto en la imagen y en su reproducción. Se puede decir que, después,
la televisión y las nuevas tecnologías satisfacen ampliamente esa necesidad.
Pero no se puede destacar la ambigüedad de la proximidad mediática: a menudo
nos brinda la ilusión de vivir los acontecimientos en directo, sobre el mismo
lugar. Ahí hay un fenómeno positivo, ya que acrecienta nuestro conocimiento. En
cambio, esta misma proximidad es engañosa: nos incita a contentarnos con esa
experiencia mediática en detrimento de la experiencia vivida.
Benjamin pone el dedo sobre un punto sensible
de la modernidad cultural: a despecho de las múltiples posibilidades de
reproducción, de memorización, de acumulación de imágenes y de sonidos, que, a
veces, nos privan del tiempo necesario para volver a ver o escuchar las
reproducciones, nuestra experiencia vivida, sensible, concreta, tiende a
empobrecerse. A eso lo llama atrofia
de la experiencia.
Pero aún hay una cosa más preocupante: se
podría pensar que las técnicas de reproducción aumentan nuestra capacidad de
criticar el arte, la cultura, el mundo tal como funciona (o no funciona),
especialmente porque extienden la información a un vasto público y no solamente
a un círculo de iniciados o de privilegiados. Criticar una obra de arte
consiste en proceder a su acabado,
con todo lo equívoco que encierra el término: desprender el sentido de una
obra, interpretarla, es terminarla. Una obra no criticada está condenada a la
indiferencia y al olvido.
Marc Jimenez
Fantástico artículo, muy útil.
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